En el lienzo del horizonte una ardilla jugaba al despiste
con el pincel que dibujaba en los ojos de Yeyé aquel idílico paisaje, ante un silencio que sólo rompía el bastón del
anciano al andar y una brisa que acariciaba a la tierra y llenaba los pulmones
de un aire puro que sólo los necios lo desaprovechaban fumando.
Sus arrugas eran renglones de su vida que se habían torcido
a voluntad del tiempo que los moldeaba, otorgando al anciano de la sabiduría
que le caracterizaba. Tenía el pelo negro, una barba tupida y un cuerpo
bastante destruido por la edad y su capacidad para echar por tierra
menospreciando cualquier diagnóstico médico.
Hay gente que tiene un cementerio de sueños bajo la
almohada. Sueños que dejan de perseguir al inclinarse de la cama porque” los
sueños sueños son” y no hay peor verdugo para las ilusiones que las ataduras.
Yeyé no era así.